JESÚS Y LOS MERCADERES DEL TEMPLO


Publicado en  Vitaminas para el corazón

LA EXPULSIÓN DE LOS MERCADERES DEL TEMPLO

“Cuando se acercaba la Pascua de los judíos, Jesús llegó a Jerusalén y encontró en el templo a los vendedores de bueyes, ovejas y palomas, y a los cambistas con sus mesas. Entonces hizo un látigo de cordeles y los echó del templo, con todo y sus ovejas y bueyes; a los cambistas les volcó las mesas y les tiró al suelo las monedas; y a los que vendían palomas les dijo: “Quiten todo de aquí y no conviertan en un mercado la casa de mi Padre” (Jn 2,13-17).

El episodio del Templo, cuando Jesús echa fuera a los cambistas y mercaderes, expresa cómo quiere Dios que sea su verdadero culto: “en espíritu y verdad”. Jesús quiere que el Templo sea “casa de Dios”, y que no se corrompa con intereses personales, sobre todo de carácter económico.

El provocativo gesto de Jesús enfureció a los encargados del Templo, que tenían montado un buen negocio, porque todos los que venían a rendir culto a Dios tenían que adquirir allí los animales (bueyes, corderos, palomas) y también cambiaban en monedas religiosas el dinero de los fieles que llegaban a realizar ofrendas para el Templo, que luego hacían la transación contraria para quedarse con el dinero.

La imagen de un Jesús violento, látigo en mano y volcando las mesas a empujones o patadas, es tan dura que cuesta aceptarla o asimilarla.

A Jesús le indigna la actitud de aquellos que tratan de aprovecharse de la fe para hacer negocios rentables. También rechaza a aquellos que buscan hacer de la religión un instrumento de dominio o manipulación, de aquellos que la utilizan para presentarse como superiores en lugar de servidores.

La acción inesperada de Jesús dejó a los judíos impresionados e irritados; ¡aquello era intolerable! Por eso le piden una explicación, un signo que les haga comprender el por qué de su actuación violenta.

La respuesta de Jesús, en esta ocasión, es un enigma, un misterio; o más exactamente: una frase de doble sentido que, sólo desde el misterio, es posible comprender.

Jesús no está en contra del culto, pero deja entrever que es más fácil ser “religioso” que discípulo; más aún: con frecuencia se utiliza la excusa de ser religioso para no molestarse en ser creyente comprometido. Igual que afirmamos que no hay peor sordo que el que no quiere oír, podemos afirmar que no hay peor creyente que el que presume ser de los mejores.

El problema está en que pueden desfilar hombres y mujeres por santuarios, romerías, bendiciones y sus correspondientes mercados religiosos, e ignorar a Jesucristo, único Santuario en que los hombres pueden encontrar y adorar a Dios.

Ser creyente no es un privilegio para sentirnos superiores, sino un don para ser más serviciales; pero al ser humano le gusta encontrar distintivos que le diferencien o distingan de los demás, aún en el terreno religioso.

Lo peor que puede sucedernos al escuchar de nuevo este relato, de todos conocidos, es situarnos como espectadores que “no tienen nada que ver” con esos comerciantes del templo.

Instintivamente nos situamos a un lado, sobre una grada, aparte. Vemos a Jesús con asombro y aprobación dejando la plaza limpia. Más de alguno a lo mejor piensa en los aranceles fijados por bautismos y bodas, o en las medallitas que se venden cerca del Santuario de Suyapa o en los grandes negocios de las Iglesias Electrónicas que pasan pidiendo dinero en Maratones televisivos bajo pactos de “prosperidad”.

Con una actitud de este tipo no captamos el significado del episodio. Nadie puede creerse no necesitado de aquella limpieza que hizo Jesús. El gesto de Jesús se comprende sólo si nos colocamos entre los destinatarios de su indignación, pero también de su misericordia.

El templo que no es “casa de oración” se convierte inevitablemente en “mercado” y “cueva de ladrones”. Si no se celebra la misa o el culto con fe y gratuidad, con amor y disposición, no hemos diferenciado el templo del mercado.

No acudimos al templo para obtener una especie de impunidad, para dar la impresión que somos buenos o para calmar el reproche de la conciencia. Hay que convertirse. Con Dios no se comercia, como se hace con los vendedores que Jesús expulsó. No se enderezan las cosas torcidas con cualquier limosna, diezmo o rezos. Las cosas torcidas sólo se enderezan mejorándolas.

No se puede visitar el templo y después continuar robando, explotando, y haciendo daño a otros. Dios no acepta las genuflexiones de quien pisotea la justicia.

No acudimos a la Iglesia para huir de las exigencias familiares y de los compromisos sociales, sino precisamente para tomar conciencia de las propias responsabilidades.

En este sentido la purificación del templo consiste en desenmascarar la hipocresía de las personas religiosas que creen “poner en regla” sus acciones poco limpias con el Señor, obteniendo un certificado de buena conciencia por el pago de alguna “práctica de piedad”, sea oración u ofrenda.

No podemos pretender tener a Dios como nuestro “cómplice” dispuesto a cerrar sus ojos frente a nuestras maldades, sino que debemos buscarlo como guía para encontrar el buen camino y como Salvador que nos ofrece su perdón y la oportunidad de un cambio total de vida.

Que Dios les bendiga

Su hermano, José Jesús Mora